Los niños y el Estado

¿CUÁL ES EL papel que debe jugar el Estado en la vida de los niños? Hago esta pregunta en el contexto de una reciente intervención de las autoridades que forzó la salida de los niños menores de 14 años que se desempeñaban como empacadores en ciertos supermercados. Aunque la intervención del gobierno está sin lugar a dudas fundamentada en la Constitución y en las leyes, así como en la normativa internacional sobre el trabajo, algunas voces han criticado la medida y exigido que el Estado les dé una respuesta a los niños y a sus familias, pues ambos han sido, según se alega, perjudicados con la supuesta protección.

Todos los estudios muestran que el llamado "trabajo" de los niños no es trabajo, sino una forma inhumana de explotación, pues no reciben una paga que compense sus esfuerzos adecuadamente, e invariablemente ponen en riesgo la calidad y continuidad de su vida escolar, con lo que peligra su proyecto de vida. También se sabe que lo que aporta el "trabajo" de los niños es una suma muy pequeña, que no alcanza a cubrir sus necesidades ni las de su familia.

Pero más allá de la información que ofrecen los estudios cuantitativos, cabe preguntarse cómo debe comportarse la maquinaria estatal frente a los niños cuando la ley ordena una determinada acción de protección. Esta reflexión no puede hacerse en el vacío del presente continuo en el que todo es como siempre ha sido; antes bien, hay que abordar la cuestión desde la perspectiva de los cambios que se han suscitado en los esquemas legales que configuran los lazos entre los niños y el Estado.

Tradicionalmente, los niños han vivido reducidos al mundo privado de la familia, en el que los individuos son desiguales por naturaleza y la autoridad parental, con o sin razones, prevalece sobre la libertad, pues en la intimidad del hogar el poder se ejerce sin los controles que nos han enseñado la democracia y el Estado de derecho. En estas circunstancias, el maltrato y abuso de niños han sido por la mayor parte de la historia situaciones inexistentes, o poco visibles, para el derecho, pues cada padre y madre se reputaba saber lo que era mejor para sus propios hijos.

Aunque esta situación ha evolucionado favorablemente para los niños al establecerse recientemente el delito de violencia doméstica, fue sobre este modelo de autoridad parental absoluta que se crearon las primeras instituciones del derecho minoril a principios del siglo pasado. Las autoridades así creadas ejercieron funciones públicas con la misma discrecionalidad con que milenariamente los padres y las madres impusieron su voluntad sobre sus hijos dentro de una esfera privada no racionalizada aún por el derecho.

Es por esta razón que la intervención del Estado no estuvo exenta de cometer los mismos, y hasta peores, abusos que los perpetrados a la sombra del hogar. Al aprobarse la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989, la sociedad en la que la protección de los niños es un asunto privado de los progenitores y las autoridades encargadas de la protección de la niñez se comportan a su vez como padres de familia, pasa a formar parte de la prehistoria, y una nueva forma de relación se abre camino entre niños y padres, pero también entre los niños y las autoridades.

El cambio de paradigma que plantea la Convención revaloriza el concepto del Estado democrático de derecho como el conjunto institucional más acorde con el desarrollo de los principios de la doctrina de la protección integral de la infancia, pues no se trata ya de que los servidores del Estado se ocupen directamente del bienestar de los niños. Ahora lo que se exige es que las autoridades garanticen el respeto a sus derechos como personas, derechos que están consagrados en la Constitución y en las leyes y que no dependen por tanto del alma caritativa de algún funcionario que por amor a los niños quiera obrar en su beneficio.

Lamentablemente, sigue siendo parte del acervo cultural del funcionariado la idea de que las autoridades deben obrar "en interés superior del menor", formula indeterminada que es capaz de justificar los peores atropellos a los derechos de la infancia con el argumento erróneo de un falso sentido de protección. Este anacronismo lo llevan algunos funcionarios en la frente, lo encontramos en los fallos de algunos jueces y hasta se desliza hasta en el pizarrón de clase de alguna universidad. He aquí, pues, una cruda manifestación de lo que es el atraso cultural en una sociedad en la que hay una resistencia organizada contra el siglo veintiuno.

Hay algo grotesco en que el Estado se ocupe directamente de la vida de los niños, pues los parámetros de la racionalidad formal que deben guiar a los servidores públicos pueden verse comprometidos cuando unos vagos conceptos sobre el amor comienzan a reemplazar a los mandamientos claros y precisos de la ley moderna. Paradójicamente, este trueque de cariño por ley resulta en una serie de desventajas para los niños, pues cuando el Estado comienza a usurpar el lugar de la familia, algo se ha perdido irremediablemente para la infancia.

La Convención sobre los Derechos del Niño obliga a los Estados que la han ratificado a proteger el derecho irrenunciable de los niños a ser niños, de lo cual se deriva el derecho a gozar del cuidado familiar, entre otras cosas. Quienes primero deben preocuparse por el bienestar de los niños que dejaron de ser empacadores en los supermercados son los padres de esos niños. También podrían tomar interés sus profesores, pues la escuela no debe ser solamente un lugar donde se enseña, sino también un centro articulador de las crecientes experiencias sociales de los chicos y las chicas.

Y, claro, sólo cuando se rompe esta cadena de responsabilidades surge la del Estado, no para ocuparse directamente de la suerte de los niños, sino para restituir el entorno apropiado a su crecimiento y desarrollo, que es, precisamente, su derecho.
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El Panamá América, Martes 18 de octubre de 2005