Introducción

El material que aqui se ofrece consiste, con una sola excepción, en columnas de opinión, una forma de escritura que aspira a comunicar una reflexión propia al gran público sobre un tema de actualidad.

Estos escritos fueron publicados en diversas circunstancias. El primero de ellos fue publicado en el diario La Prensa para celebrar los diez años de aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño por la Asamblea General de Naciones Unidas.

En aquel momento me desempeñaba como Editor Ejecutivo de ese rotativo y no escribía columnas de opinión sino material de carácter informativo. De la serie de escritos aquí presentados, este es el único que no se adecúa propiamente al formato del escrito del columnista y es más cercano a la exposición del académico.

Cuando lo escribí, lo hice a partir del impacto que me dejó la lectura de dos libros, el de Francoise Dolto ("La causa de los niños") y el de Lloyd deMause ("Historia de la infancia"). Intentaré explicar por qué lo incluyo aquí hacia el final de esta nota introductoria.

Salvo el último, los siguientes artículos fueron publicados entre julio y diciembre del 2005 en el diario El Panamá América en el espacio de la columna de opinión que apareció todos los martes por poco más de tres años, entre 2003 y el 2006 y en la que desarrollé temas esencialmente políticos. El último ensayo se publicó en diciembre de 2006, fecha en que empecé a discontinuar mi trabajo como columnista.

Estos artículos tratan de un fenómeno complejo que puede ser descrito de muchas maneras, sin que ninguna de ellas pueda reclamar especiales privilegios para la comprensión. Se trata de reflexionar sobre la aparición de los niños en el mundo público.

Que se firme una convención de derechos humanos, con la participación de más de 160 países, con el involucramiento de los tres sistemas jurídicos mundiales aportando y acordando definiciones y reglas comunes, en un diálogo de ideologías políticas muy diversas y con respeto hacia las creencias religiosas de todos los confines del globo, es un hecho muy elocuente acerca de la fuerza con la que "la cosas de la niñez" han adquirido una nueva importancia.

No obstante, desde la perspectiva que trato de elaborar no es suficiente con obsevar este hecho. Me interesa mucho más mostrar cómo la cuestión de la protección integral de la niñez desborda completamente el entendimiento tradicional de los cuidados de la niñez y arroja una nueva luz sobre nuestras instituciones públicas, sobre el funcionamiento de la democracia y la dinámica social e institucional de la protección de los derechos humanos.

Me explico. En los años setenta, los países del entonces "campo socialista" mostraban con orgullo cómo las políticas públicas de educación y salud eran las mejores formas de protección de la infancia. El colapso del Muro de Berlín en noviembre de 1989, coincidentalmente el mismo mes y año en que se firmó la Convención, se convirtió en el símbolo de un proceso de reversión de la historia: de la transición "hacia" el socialismo, el centro de atención se desplazó hacia la transición "desde" el socialismo.

La preocupación obvia era que la desmantelación acelerada de los regímenes socialistas significaría el desmoronamiento de la protección de los niños. En ese contexto, James Grant, a la sazón director ejecutivo de UNICEF, formuló un pensamiento que se haría muy popular en los noventa: "la democracia es buena para los niños". La frase sugería el hecho de que la vida de los niños, que discurría al margen del mundo público y político, se vería afectada positivamente por los cambios de corte político. Los niños no tienen que temerle a la democracia, pues. Pero no nos equivoquemos, no se trataba de constatar un hecho; más bien lo que se buscaba era vincular la cuestión de la niñez a la apuesta por la democracia.

Emilio García Méndez dobló la apuesta hecha por el Director Ejecutivo de UNICEF y reformuló la relación entre niñez y democracia así: "los niños son buenos para la democracia". Es decir, no basta con apostarle al establecimiento de regímenes democráticos, si la democracia no apuesta por los niños. "Los niños son buenos para la democracia" es la expresión de un reto para emprender la transformación de una sociedad autoritaria en una sociedad democrática, a partir de la premisa básica de que el respeto a los derechos de la persona debe orientar el camino de esa transformación.

En un magistral comentario sobre la intervención de García Méndez, Alessandro Baratta consideró a la suma de los derechos de la niñez, lo que el llamó la ciudadanía de la niñez, un principio constitutivo del proyecto democrático de las sociedades latinoamericanas de hoy.

Por eso, la democracia tiene mucho que aprender de la protección integral de la niñez. Se trata, además, de una concepción de la democracia que no supone la existencia previa de ciudadanos, sino que piensa las condiciones en que un individuo se transforma en ciudadano. Así escribí que la protección de la niñez es una "utopía necesaria".

Comprender cabalmente la Convención supone la destrucción del mito de que basta "un código" especialmente dirigido a los niños con carencias para honrar sus compromisos. Pero esto que se dice fácil, encuentra muchas resistencias tanto del mundo público como del mundo privado. El que crea que la protección de los derechos de la niñez es un tema menor, se equivoca. Es imprescindible pues abocarse a una reflexión sobre el sentido de una legislación de protección de la niñez, antes de entrar a discutir las tuercas y tornillos de un sistema de instituciones protectoras.

Si no saltamos esta reflexión previa terminaremos legitimando una maquinaria que en realidad no protege los derechos de niños y adolescentes y que responde a las conveniencias del poder y la complicidad de los que están del otro lado del mostrador.

En este sentido rescato lo planteado en el artículo "El niño del día del niño". Valoré entonces positivamente la iniciativa de establecer una nueva fecha para celebrar el día del niño sobre la base de que abría el espacio para poner por delante un cúmulo de ideas de avanzada, pero mis expectativas no se cumplieron. En materia de protección de la infancia, la mentalidad panameña dominante sigue siendo caritativa y asistencialista. Los mejores son los que piensan que a la niñez se la ayuda con la Teletón y con los albergues. Mientras más grandes los albergues, mientras más niños puedan albergar, mejor.

Como lo ha explicado tantas veces García Méndez, el amor y la compasión por la infancia caminan de la mano con las actitudes represivas y autoritarias hacia los mismos niños. Por eso dejo planteada al final de ese escrito la interrogante de si los males de la niñez no tienen acaso la misma raíz que los males de la polis.

Nunca está de más utilizar una columna de opinión para pasar por el tamiz de la crítica las más viejas y arraigadas opiniones que anidan como telarañas en la sensación de intemporalidad que crece a partir de la vida cotidiana. No hay nada más trillado que la frase "los niños son los ciudadanos del futuro". "Yo, niño", el último libro de Edson Seda, lo dice muy bien: los niños no son los ciudadanos del futuro; son los adultos del futuro, pero son ciudadanos en el presente. Simplezas como ésta, y otras más de uso frecuente, las examino en el artículo "Razones equivocadas".

Alrededor del mes de octubre del 2005 se escribió mucho sobre la cuestión del trabajo infantil y aporté algunas reflexiones en dos columnas que se publicaron en ese mes. Lógicamente, recibí criticas de empresarios que no entienden la diferencia entre el trabajo infantil que esclaviza a millones de niños a nivel mundial, y las actividades laborales en que se involucran los chicos y chicas de clase media cuando están de vacaciones de la escuela y que se desarrollan en un entorno protegido por la supervisón de adultos responsables que son parte de su nucleo familiar o muy cercanos a él.

También dediqué una meditación al sentido de la ciudadanía en la niñez y expliqué cómo y por qué tuvimos menores de edad que ejercían derechos políticos durante un corto tiempo, y dejé entrever la posibilidad de que dicha situación puede volver a repetirse. No obstante, me deja un poco insatisfecho el hecho de que este artículo no insiste lo suficiente en un tema que hoy me parece más importante: que en el lenguaje político del siglo XXI es crucial desarrollar el concepto de ciudadanía social, es decir, una concepción de la ciudadanía que, sin confundirse con la capacidad de contratación que desarrolla el derecho civil, no se reduce a la ciudadanía política.

Finalmente, la serie cierra con una reflexión sobre "el lenguaje de los derechos", que según explica el primer artículo, debe verse como el horizonte ético y político del mundo que hoy comparten adultos y niños. El lenguaje de los derechos de ninguna manera responde a una ética intemporal. Es más bien el producto del devenir histórico. Sin una comprensión de la historia, parafraseando a Santayana, estamos condenados a repetir los abusos contra la niñez.

Panamá, diciembre de 2007

Los niños en la historia

Nadie ha escrito aún la historia de los niños.

La historia es, por lo general, la historia de personas adultas. ¿Por qué para los historiadores los niños son seres invisibles, poco menos que fantasmas cuyo rastro por el mundo no deja huellas? ¿O es que acaso sí las deja?

Cada adulto lleva consigo, quiéralo o no, la huella de su niñez. Podemos ser más o menos conscientes de ello; podemos recordarla con entusiasmo o esconderla con dolor. En algunos casos esta huella puede ser un trauma, y su gravedad nos desconcierta y nos hace incapaces de pensar en el niño o la niña que fuimos. En consecuencia, la imagen que tenemos de la niñez adquiere connotaciones relativas a dicho trauma, sin que seamos conscientes de ello.

No es difícil aceptar que esta experiencia perdida (para la conciencia, pero que mueve nuestros actos, según Francoise Dolto) domina las relaciones con nuestros hijos. Lo que hemos ignorado por completo, como civilización, es cuánto de lo que es la sociedad, de lo que ocurre en la historia, responde a esa huella, a la vez invisible e indeleble que deja la infancia. Si la vida de la niños hubiese sido distinta, ¿serían nuestras sociedades distintas de lo que son?

Lloyd deMause, psicoanalista y fundador de la teoría psicogénica de la historia, ha mostrado cómo la huella de la niñez domina la sociedad, y ha desarrollado una visión de la historia gobernada por las motivaciones que orientan la conducta de los padres en relación con sus hijos.

Modos de relación paterno filial

El supuesto de la psicohistoria, como la desarrolla deMause, consiste en que ‘‘cada gene ración nace en un mundo de obje tos carentes de sentido que sólo adquieren su significado si el niño recibe un determinado tipo de crianza’’. El mundo es de determinada manera porque sus habitantes han sido educados y formados para percibirlo de esa manera. El mundo comienza a cambiar cuando quienes lo habitan –que son al mismo tiempo quienes lo hacen– reciben una educación que los orienta de un modo distinto.

Las fuentes históricas de la investigación que deMause publicó en 1982 bajo el título Evo lución de la Infancia, son las costumbres, las biografías, las historias de familia, la correspondencia privada, los diarios, las obras de arte y de literatura.Luego de estudiar los más diversos periodos históricos a través de numerosas generaciones, deMause ha identificado tres modos de relación entre padres e hijos. Uno es la proyección: los padres proyectan sobre sus hijos sus propios miedos y ansiedades y terminan haciendo con los niños lo que temen que otros les hiciesen a sí mismos.

Un segundo modo es la sustitución del niño por una figura adulta de la propia infancia, de suerte que se produce una inversión de la relación entre padres y niños.En el primer caso los padres pegan a sus hijos porque viven en una sociedad violenta en la que el sometimiento físico es siempre una opción cuando se produce un conflicto. En el segundo caso los padres maltratan a sus hijos porque sienten que sus hijos no los quieren como ellos se merecen.

DeMause reconoce una tercera forma de relación: los padres sienten empatía por las necesidades del niño. Es decir, se trata de una operación mental, que es tanto intelectual como emocional, mediante la cual se colocan en el lugar de sus hijos y buscan satisfacer las necesidades de la prole como si fueran propias.

Tipos históricos de crianza

Proyección, inversión y empatía se mezclan de modo muy desigual en la historia. Aunque deMause nos previene sobre las limitaciones de una intepretación lineal de la historia, nos presenta un esquema de la evolución de las formas de crianza a través del tiempo. De acuerdo con esta teoría, todas las formas de relación paternofilial suscitadas en el pasado quedan contenidas en el presente, a lo Hegel.

Esta división en periodos distingue el surgimiento, no necesariamente la preponderancia, de seis tipos, cada uno más avanzado que el anterior, en que la resolución de las ansiedades de los padres configura la relación paternofilial de un modo específico. La primera y más primitiva de estas formas es el infanticidio, capturado simbólicamente en la historia de Medea, quien mató a sus hijos tras una crisis personal.

El cristianismo influyó en el modo de tratar a los niños al suponer que tenían alma. Esto hizo disminuir la incidencia del infanticidio, pero dio lugar al abandono, es decir, los padres entregaban al niño a una nodriza o un ama de cría. DeMause descubre que, hacia el siglo XIV, aparece una idea nueva: al niño se le debe moldear. Esta actitud se basa en una profunda ambivalencia y se manifiesta en un incremento de manuales de instrucción infantil, así como en la ampliación del culto a la Virgen y al Niño Jesús. Estos tres tipos históricos, infanticidio, abandono y ambivalencia, destacan elementos de proyección e inversión.

El cuarto tipo histórico lo encuentra deMause en el siglo XVIII, el siglo de la pediatría. Los padres comienzan a preocuparse por la salud del niño. Se produce una intrusión de los adultos en el interior de los niños. No está de más recordar que es en este siglo cuando comienza a haber una fuerte disminución de la mortalidad infantil y se sientan las bases de la transición demográfica que caracterizará a las sociedades modernas.

El siglo XIX es el siglo de la conciencia social, y los padres educan a sus hijos para que estos se adapten a la sociedad. También se hace de su crianza una tarea parcialmente social. Dice deMause que todos los debates sobre los métodos sociales de crianza, lo cual incluye a Freud y a Skinner, tienen como horizonte la socialización.

DeMause identifica el surgimiento de un sexto tipo hacia mediados del siglo XX y lo define como el método de ayuda. Este sexto tipo es al mismo tiempo un estadio psicogénico superior a los anteriores, porque representa un grado de evolución y complejidad mayor. De acuerdo con este tipo, los niños saben, mejor que sus padres, lo que necesitan en cada etapa de su vida; padre y madre empatizan con sus hijos y se esfuerzan en satisfacer las necesidades que los niños tienen como tales.

Para los padres que han alcanzado este estadio psicogénico, el niño no debe recibir golpes ni maltrato verbal, pero sí debe recibir disculpas cuando se le trata injustamente. Los padres reconocen por primera vez que la crianza requiere de tiempo y debe basarse en el diálogo. El juego se convierte en una actividad legítima de la infancia, como manifestación de su nivel de desarrollo biológico, psíquico y social.

¿Culto a la infancia?

Los niños de hoy siguen siendo utilizados para representar las ansiedades de los adultos. Los representamos como pobres, desvalidos, vulnerables, intentando justificar así una supuesta protección que los adultos no aceptarían para sí mismos.

O bien, los representamos como queremos que sean, ‘‘normales’’ según estereotipos que solo la ignorancia sustenta, y hacemos de los niños de verdad, los del vecindario, los que andan en las calles, o los que viven en instituciones, seres proclives al mal, al pecado, a la deformación moral, y respondemos con represión, castigo y maltrato.

Estas no son dos versiones de la infancia. Son la dos caras de una misma moneda falsa. Francoise Dolto no cree que en nuestras sociedades modernas haya un culto a la niñez, y lo que muchas veces pasa por ese nombre pudiera revelar nuevas formas de escamotearle a los niños su historia. Dolto, que murió en 1988, lo ha dicho sin ambages: ‘‘la causa de la niñez está muy mal defendida’’.

Ya sean médicos, trabajadores sociales, o jueces, todos estos ‘‘especialistas’’ han trabajado históricamente en formas institucionalizadas de represión y maltrato a los niños. Y cuando dicen que defienden a los niños, sólo buscan defenderse a sí mismos, sus puestos de trabajo, sus prerrogativas, su poder.

Etica y política

Hoy el reto consiste en tratar a los niños como personas que son, con la dignidad y el respeto que se merece todo individuo. Tenemos que aprender a ponernos en su lugar y a tratarlos como nosotros quisiéramos que nos trataran si estuviéramos en esa posición. No se trata de un igualitarismo vacío. Se trata de que los derechos que los niños tienen derecho a tener son los que necesitan para convertirse en individuos plenamente desarrollados, biológica, síquica y socialmente. Esta es la ética de la niñez.

Pero también hay una política. Hoy la lucha por los derechos de la niñez, que es la única forma de llevar adelante ‘‘la causa de los niños’’ es también una palanca de transformación social.
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La Prensa, Sábado 20 de noviembre de 1999

La niñez como utopía necesaria

CUANDO EN 1984 Jürgen Habermas pronunció aquella extraordinaria conferencia en las Cortes Españolas, en la que formuló la idea de que las energías utópicas que habían impulsado la creación y desarrollo del Estado de bienestar se encontraban agotadas, no podía imaginar que una idea tan descabellada sería rebasada una y otra vez por una realidad aún más descabellada.

Tampoco podía haber previsto cómo se activaría una nueva utopía. En esa ocasión, el filósofo alemán pontificó sobre la imposibilidad de desandar los caminos del Estado social y el Estado constitucional de derecho, y su intervención estuvo más bien dirigida a denunciar cierta falta de claridad sobre el significado del progreso y la ilustración en la entonces hora presente de una intelectualidad europea que recién comenzaba a volcarse hacia las más refrescantes playas del posmodernismo, dejando a sus espaldas a una urbe sofocante y aburrida, condenada por su filosofía dominante a envejecer a la sombra de lo ignoto.

Era de rigor manifestar, entonces, que aquella parte de la Humanidad que vive "en el atraso" no tenía por qué buscar una alternativa distinta a los conocidos caminos del desarrollo social, pues los dilemas del mundo europeo eran una especie de indagatoria que tenían que responder sólo los vinculados a ciertos hechos delictivos asociados con la acumulación desmesurada de la riqueza, la ciencia y el poder, con menoscabo de los ideales iluministas a los que una vez estuvieron asociadas las prácticas transformadoras del trabajo y la producción.

No estaba dentro del plan de la Escuela de Frankfurt el que se estudiase la realidad latinoamericana con la lupa que permite ver la contradicción entre meta y método. El Estado social, el europeo obviamente, padecía por las presiones a que lo sometían dos fuerzas, que son históricas y sociales al mismo tiempo, por una parte, el objetivo de lograr una sociedad igualitaria, que es ámbito de autorrealización y de espontaneidad del individuo, por otra, el imperativo de encauzar todo cambio por medio de una legislación racional creadora de instituciones jurídico-administrativas. La conclusión de Habermas es lapidaria: "La generación de nuevas formas vitales es una tarea excesiva para el medio del poder".

No podían haber imaginado ni el orador ni su auditorio que estaban en la víspera de un cambio acelerado en la topografía del poder mundial. Eran los estertores finales del siglo XX, con su estúpido optimismo socialista, soviético o yugoslavo. En América Latina, la seriedad con que se tomaba la guerra fría, impedía hacerse otra pregunta que no fuese ¿Cuba o Washington? No puedo juzgar mal a quienes entonces se decidieron a dar una respuesta que era sinónimo de caer en una trampa, pero debo confesar que no tengo paciencia para los que hoy confunden sus propios quejidos de ratón atrapado en la ratonera, con la sinfonía del espíritu universal.

No se había terminado de demoler el Muro de Berlín cuando se construyó el más bello ideal del nuevo siglo. Todavía volaban por el aire las esquirlas de cemento en la Puerta de Brandeburgo, tras cada golpe de mazo que agitaban los berlineses, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño, el más poderoso instrumento de libertad, el más profundo pacto de igualdad, concebido en la cúspide de la civilizaciones.

1989 no fue sólo el año en que el Muro de Berlín se vino abajo y se firmó la Convención. Es también un año clave en la historia de Panamá. La nación vivía la noche más amarga de la dictadura, el Estado estaba en manos del lado oscuro de la fuerza y sus gentes pagaron muy caro la ceguera de sus dirigentes y sus intelectuales. Siempre he pensado que nos hace daño como nación el que no se haya generalizado, ni oficializado, una vergüenza absoluta por los hechos que desembocaron en la invasión y de la invasión misma.

Poco a poco Panamá ha tratado de subirse al carro de la historia y 1999 es, sin duda, la fecha en que sonó la partida para nosotros, después de una larga, y a veces humillante y dolorosa, calistenia. El problema es que la mayoría de los panameños que toman las decisiones importantes hoy, ya sea en el sector público, o en el sector privado, se sienten más cómodos con la guerra fría que con el mundo abierto de la globalización; los tranquiliza más visualizar en el terrorismo el enemigo común de siempre, al que hay que aplastar a toda costa, que descubrir que se trata de una nueva amenaza para la cual no tenemos un instructivo de emergencia ya probado.

En este país hay gente (educada) que cree que los pobres son pobres porque no trabajan y que quienes se benefician del respeto a los derechos humanos son los delincuentes. Hay juristas que piensan que el garantismo es la filosofía de los cómplices del narcotráfico o de sus tontos útiles. Hay democracia, pero hay aún poca fe en la democracia como método de solución de conflictos. Hay libertades, pero no se apuesta lo suficiente al valor del comportamiento ético y al diálogo.

La ideología democrática es casi una contracultura en el mundo del poder. Cuando no son objeto de caridad y beneficencia, o víctimas del viejo autoritarismo paternalista, los niños siguen estando fuera del mundo público y político. Si descubriéramos que la causa de lo niños convoca a la libertad no menos que a la igualdad, necesita tanto de la democracia como del desarrollo, y coloca a nuestra nación en el centro mundo y al mundo en el centro de la nación, quizás podríamos sumar todas nuestras fuerzas a la construcción de una utopía por los próximos cien años. No lo hagamos pensando en su futuro; hagámoslo porque es lo más valioso que verdaderamente podemos darles en el presente.
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El Panamá América, Martes 5 de julio de 2005

¿Para qué legislar sobre la niñez?

PANAMÁ NUNCA tuvo un Código de Menores, como sí lo tuvieron, o lo tienen aún la mayoría de los países latinoamericanos. Eso no quiere decir que no hayamos tenido, o no tengamos aún, una legislación de "menores" o minoril.

En América Latina, la primera formulación de una ley de "menores" tuvo lugar en Argentina, cuando el diputado del Partido Conservador, Luis Agote, médico de profesión, presentó al Congreso un proyecto para crear el Patronato de Menores. El proyecto fue aprobado diez años más tarde, en 1919, como una medida de respuesta ante graves conflictos sociales que vivía el país suramericano en ese momento.

La característica más pronunciada de aquella ley es que asociaba la orfandad y el abandono con la delincuencia, y preconizaba la reclusión de los menores de edad "en situación irregular" como método de prevención de problemas sociales. El problema que dicha legislación quería resolver se encontraba "en los niños" y el beneficio que se quería obtener era la paz de la sociedad.

Pese a la tesonera labor modernizadora de juristas argentinos, la llamada Ley Agote se encuentra aún vigente, y su reemplazo ha estado recientemente en la agenda legislativa de ese país. Habiendo sido la primera ley minoril de la historia latinoamericana, será la última en salir de escena. En los años veinte, la solución rioplatense se generalizó en el hemisferio. Rápidamente, todos los Estados latinoamericanos fueron adoptando legislaciones basadas en los mismos principios con nombres como "códigos de menores" o "código del menor".

Estas legislaciones desarrollaron un sistema tutelar, en el que el Estado se declara el protector de todos los niños, basado en la discrecionalidad como método del ejercicio de potestades públicas, creaba un sistema penal al margen de las garantías constitucionales que solo podía ser tolerado sobre la base de una larga lista de eufemismos. Los "menores", especie de personas de menores derechos y de menor jerarquía, no estaban detenidos, sino que se encontraban "en protección"; no eran sentenciados a penas privativas de libertad, sino que se ordenaba su "reeducación" en un centro de internamiento de modo indefinido, lo que en la práctica se equiparaba a las penas de prisión más largas.

En Panamá, el derecho minoril se desarrolló paulatinamente a través de la creación de casas correccionales (1908), la escuela correccional (1917), la escuela de trabajo para niños delincuentes (1926), y el reformatorio (1930). Cuando se promulgó la escueta Ley 24 de 1951, orgánica del Tribunal Tutelar de Menores, ya existía en la práctica el derecho minoril. La nueva ley solo le dio una nueva forma legal a las instituciones ya existentes.

El Código de la Familia, cuya primera redacción data de 1982 y es anterior a la Convención sobre los derechos del Niño, es, en materia de infancia y adolescencia, un remozamiento del derecho minoril. A su amparo, se le prohibió al Ministerio Público perseguir a los menores de edad, pero se le permitió al juez de menores conducir un juicio, sin la garantía de imparcialidad, y con la potestad de ordenar medidas tutelares de 20 años de reeducación en un centro de internamiento.

La Convención sobre los Derecho del Niño constituye un cambio de paradigma al momento de enfrentar la tareas del Estado, pues la función de los órganos estatales adopta una nueva perspectiva. La Convención, aprobada en la Asamblea General de Naciones Unidas en 1989, e integrada al derecho panameño mediante Ley 15 de 1990, implica que tanto la gestión de la cosa pública, como la legislación y la jurisdicción deben adecuar su funcionamiento a los principios contenidos en la Convención. No es pues un código lo que se necesita, sino una transformación del derecho.

No es el derecho del Estado a ejercer protección lo que cuenta, sino el derecho de los niños y adolescentes a exigirla; la Asamblea no legisla a partir de una voluntad absoluta, más bien tiene la obligación de hacer leyes en desarrollo de los compromisos que el Estado panameño ha adquirido a través de instrumentos internacionales, como, por ejemplo, la Convención sobre los Derechos del Niño; los tribunales actúan cuando se presenta un conflicto jurídico y lo hacen aplicando la ley, y no con el criterio de "un buen padre de familia", pues no son ellos una agencia de la política social.

La reflexión que se hace desde el derecho de la niñez hoy encuentra que el problema y el desorden está en la sociedad de adultos, que aún tienen que aprender a organizarse para atender sus responsabilidades con respecto a los menores de edad, tienen que aprender a limitar su poder y a respetar las libertades y derechos de niños y adolescentes, que no son de libre disposición de legisladores, jueces y demás autoridades, sino que el derecho debe reconocerlos de modo progresivo, a medida que van madurando las capacidades y facultades de la persona.

El derecho de la protección integral de la infancia y la adolescencia es una respuesta propia de las sociedades democráticas y es una señal de apuesta por la democracia, no en el socorrido futuro idealizado de los que hoy son niños, sino en el presente, con sus conflictos e incertidumbres. Para aprender a respetar la persona en el niño debemos proceder a destruir los estereotipos que se construyen consciente, o inconscientemente, acerca de esta etapa de la vida.

En 1905 a José Ingenieros se le encomendó la redacción de un informe sobre las ventajas y desventajas de utilizar a niños en la venta de diarios en las calles. El autor de la conocida obra El hombre mediocre afirmó: "El que no ve más que niños industriosos y traviesos, está parcialmente en lo cierto pero se equivoca al generalizar: igual cosa le sucede al que solo ve vagos y delincuentes precoces".
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El Panamá América, Martes 12 de julio de 2005

El niño del día del niño

HOY NO estamos más cerca de conocer a los niños que antes. Quizás hay un mayor número de imágenes que tienden a superponerse sobre los niños reales. Estas tienen que ver con la ampliación del mercado de artículos de consumo para personas menores de edad.

Probablemente, la creciente frecuencia de estas imágenes en los medios de comunicación ha incrementado la intensidad de su empuje sobre la conciencia colectiva, hecho que seguramente no tiene precedentes en la historia de la civilización. Convengamos en que tener imágenes de cómo debieran ser los niños según la publicidad y el mercadeo no equivale a conocer a los niños, ni nos facilita un acceso a entenderlos como personas que son.

En la sombra que deja la publicidad crecen nuestros verdaderos niños. En la precariedad de su mundo, marcado por nuestra irresponsabilidad o vulnerable ante nuestra incompetencia, los niños crecen utilizando también sus propios recursos mentales, emocionales y espirituales. En realidad, así ha sido desde siempre, porque, aunque no se haya dicho mucho, ni estudiado lo suficiente, el ser humano tiene como una caracterísitca definidora de la especie la específica modalidad de su niñez.

El homo sapiens es el resultado de la evolución del ser niño. Ese largo proceso de maduración biológica y neuronal es la base misma de las extraordinarias capacidades del ser humano. Lo que sorprende es lo difícil que es para la sociedad ponerse de acuerdo en la absoluta necesidad de proteger este periodo de crecimiento y desarrollo.

Por eso, es oportuno hacer un esfuerzo por ser conscientes de, o, debiera decir mejor, llevar a la conciencia, los diversos contenidos que, de modo abierto o subrepticio, circulan con el pretexto y en el contexto de las ideas, la plática, o la celebración de la niñez. Pues sospecho que al hablar de los niños y las niñas siempre estamos hablando de otra cosa también, y que hay una relación compleja (de doble vía, o quizás de cuatro) entre esa otra cosa, no tan bien oculta como ocultada, y la niñez que sirve de justificación para presentarla.

Investigaciones históricas revelan que la representación de la niñez es posterior al individualismo del arte renacentista. Los pintores que descubrieron la posibilidad de representar al individuo como tal tuvieron serias limitaciones para representar el cuerpo del niño. Por lo general, sus imágenes de éstos son de pequeños hombres adultos. Hasta el siglo XVII no hay "ropa para niños", pues ellos y los adolescentes visten lo mismo que los adultos, pero más chico.

La Ilustración no sólo fue androcéntrica y etnocentrista. También fue adultocéntrica, pues la razón en el individuo era concebida como un atributo de la madurez que marcaba la mayoría de edad. Fue Rousseau, siempre a contracorriente del Iluminismo, el que se planteó el problema sobre cómo educar al niño para asegurar el advenimiento del hombre racional que conformaría la polis democrática.

Es una coincidencia no bien estudiada que el autor de uno de los tratados de ciencia política de influencia más larga y poderosa sea al mismo tiempo el fundador de la pedagogía moderna. J.J. Rousseau no escribió "El contrato social" y el "Emilio" en distintas épocas de su vida. Ambas obras fueron escritas simultáneamente y publicadas como parte de un trilogía en el año de 1762. La tercera obra complementaria es "La Nueva Eloísa", una novela que desvirtúa las limitaciones del supuesto misoginismo del pensador ginebrino.

Al romaticismo se debe la "angelización" de la infancia, resorte de carácter incontestable en la ideología social reformadora del siglo XIX. Los que combaten la reforma social también combaten sus ideas. Así, en respuesta al "angelismo de los niñez", el siglo XX verá surgir al niño malthusiano, el que se ha convertido en un costo demasiado alto para el presupuesto estatal. En la ideología popular, el niño pasa de ser "un regalo de Dios" a una "carga para la pareja".

La mentalidad atrasada de nuestros políticos atrasados (no digo de todos, sólo de los atrasados) hace que sea más fácil concitar su atención para la niñez víctima y pobre, que para reforzar los derechos de las personas menores de edad. En el primer caso, el político puede ostentar su rostro de benefactor, en busca siempre del voto como resultado del trueque; pero comprometerse a respetar los derechos de los niños, las niñas y los adolescentes, según la Constitución, las leyes y los Convenios y Tratados de derechos humanos, suena poco atractivo, cuando no más bien subversivo.

La reciente iniciativa de la Primera Dama de promover el cambio de la fecha de la celebración del día del niño al tercer domingo del mes de julio abre la posiblidad de hacer una reflexión sobre el estado de la infancia panameña, que no sea ahogada por las fiestas patrias de noviembre, como solía ser costumbre. Además, ha venido acompañada de una breve alocución en que destacan los conceptos más avanzados de la protección integral de la niñez, pues hace énfasis en la necesidad de que se protejan sus derechos como seres humanos, en que la sociedad debe garantizarles el entorno apropiado a su desarrollo, sin olvidar el papel de la familia como comunidad de amor, responsabilidad y protección.

Lo malo de lo bueno es que ninguno de los (hombres) que jefaturan los poderes del Estado ha considerado que el tema tiene que algo ver con lo que rutinariamente hacen en ejercicio de sus funciones públicas.

Francoise Dolto, una mujer que dedicó toda su vida al estudio de la psique de los niños a partir de la herramientas heredadas de Freud, observó en "La causa de los niños" (1985) que "los padres educan a los niños como los príncipes gobiernan a los pueblos". ¿Será esa la raíz del malestar en la niñez de hoy?
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El Panamá América, Martes 19 de julio de 2005

Razones equivocadas

EL HECHO DE QUE la causa de los niños convoque a no poca cantidad de personas e instituciones, debe hacernos sospechar que las razones que impulsan el llamado son de las más variadas. La diversidad de enfoques siempre es un presupuesto de la riqueza del conocimiento y en principio no habría nada de malo en ello, pero resulta que dicho principio es válido sólo para la ciencia, en la que los prejuicios y estereotipos han sido superados a través de una observación metódica de los hechos y una explicación basada en conceptos.

En el terreno de las opiniones encontraremos toda clase de mitos, falsedades, exageraciones, y frivolidades, que no ayudan a la causa de la niñez, más bien le hacen daño. El que un determinado individuo sea profesional en alguna disciplina del conocimiento científico no quiere decir que todas las dimensiones de la realidad que le circundan han sido transformadas por el prisma de la ciencia. A menudo encontramos gente destacada en la ciencia que es capaz de sostener las ideas más atrasadas e irracionales sobre ciertas cuestiones sociales.

En los últimos diez años, he podido constatar cómo se ha fortalecido el movimiento panameño por la niñez, al punto que hoy hay una red de actores institucionales -gubernamentales y no gubernamentales- que se movilizan por un cambio social en beneficio de la niñez panameña. Sin embargo, persisten anacronismos, ampliamente utilizados, frecuentemente aceptados, e irreflexivamente repetidos, que son negativos para la causa de la niñez, pues estimulan actitudes que van en contra de la dignidad y el respeto que todo niño y niña merece.

A continuación expongo los que me parecen más difíciles de combatir, y de cuya crítica se pueden derivar enseñanzas más profundas. Como en toda causa, el anhelo consiste en que todas las personas la abracen con naturalidad y espontaneidad y por las buenas razones. La frase más trillada es que hay que proteger a los niños porque ellos son el porvenir. Colocar a los niños en la posición de un bien futuro es ignorarlos como niños y acentúa el sentido de que lo verdaderamente importante y racional son los adultos, sus hábitos de vida y su manera de pensar y de sentir.

Lo que hay que decir enfáticamente es que los niños merecen nuestra protección porque son niños, y no porque van a ser adultos, pues de lo contrario estaríamos diciendo que no vale la pena ocuparse de los niños que no tienen un mañana. Una sociedad que da más espacio a sus niños en cuanto niños, que reconoce que los niños no son adultos y que no deben ser tratados como adultos, es una sociedad más humana y problablemente más solidaria con la misma población adulta.

Otro de esos prejuicios es que los niños no saben lo que hacen, ni piensan lo que dicen; es decir, que son personas incompletas. Más bien, los niños son personas en estado de crecimiento y desarrollo. El atributo de la dignidad humana lo poseen en su plenitud, y no debemos enfocarnos en las facultades que comienzan a desarrollar para sacar de ello una excusa para profundizar su vulnerabilidad. De la misma manera que los individuos adultos son seres también vulnerables según las circunstancias, los niños y niñas de hoy tienen más capacidades de lo que los adultos comúnmente creen.

Si reflexionamos un poco sobre la multitud de formas embrutecedoras que se apoderan de los individuos a medida que van dejando de ser niños, y miramos la niñez al contraluz de la barbarie de la población adulta, podemos descubrir en los niños una experiencia de lo mejor que tiene la especie humana, y de la que tenemos mucho que aprender para potenciar el género humano.

Un tercer prejuicio muy popular en nuestro medio es que ayudar a la niñez significa ayudar a la niñez pobre. Rápidamente aparecen en escena las más variadas formas de caridad y beneficencia que, aunque en su mayoría bien intencionadas, no permiten que se forje una conciencia ciudadana sobre las reales necesidades de los niñez en general, ni sobre las verdaderas raíces de la pobreza. Al identificar la causa de la niñez con la lucha contra la pobreza, dejamos a ambas desconocidas, lo que refuerza los males que aquí y allá se sufren.

Es cierto que en nuestro país se da la vergonzosa situación de que la mayoría de los pobres son niños y, peor aún, de que la mayoría de los niños son pobres; pero la conclusión que debemos obtener de allí es que la causa de los niños es una palanca de transformación social, una utopía no agotada, capaz de revitalizar la esperanza y el compromiso social por una sociedad mejor.

Finalmente, una equivocación a la que se llega por la confluencia de todas las anteriores es que a los niños se les protege físicamente y no a través de instituciones. Decimos que nos preocupamos por su bienestar, pero no se nos ocurre pensar en sus derechos. Preferimos hacerles un regalo, que darle aquello que es suyo, porque el derecho se los reconoce. En este contexto, quiero marcar una distancia crucial con respecto a aquellos que utilizan el concepto "interés superior del menor" para ignorar el mandato de la Ley e introducir una bochornosa discrecionalidad, que más temprano que tarde conduce a la arbitrariedad y al abuso.

Los niños tienen derecho a ser niños y a que se les trate como niños, lo que implica reconocerlos como personas en estado de crecimiento y desarrollo, capaces de ejercer su voluntad y comportarse racionalmente dentro de los parámetros propios al grado de desarrollo que hayan alcanzado.

La causa de la niñez es más acerca de los adultos que de los niños, pues los que tienen la obligación de cambiar, los que tienen que aprender y hacerse responsables por sus semejantes son precisamente los que han dejado de ser niños.
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El Panamá América, Martes 6 de diciembre de 2005

La retórica de la "piedad"

LA DIVERSIDAD de opiniones expresadas en las últimas semanas sobre la polémica cuestión del trabajo infantil podría dar la (falsa) impresión de que estamos cerca de alcanzar un debate de dimensiones nacionales, pues la situación de los niños trabajadores parece preocupar a algunos empresarios y dirigentes obreros, así como a algunos políticos y líderes de la sociedad civil.

Sería deseable que todos se interesaran, y no solo unos pocos, pero que lo hicieran más allá de sus prejuicios y no solo desde su ámbito específico de poder público o privado, o de la parcela de conocimiento científico o técnico que como profesionales cultivan y que no es inmune a preconceptos y estereotipos.

Sería deseable, me atrevo a sugerir, que nos interesásemos todos como ciudadanos, es decir, como hombres y mujeres pertenecientes a un Estado de derecho y deseosos de que los derechos de los demás se respeten y las leyes vigentes se cumplan. Sería deseable que nos interesásemos como adultos responsables de las personas menores de edad, que al fin y al cabo no llegaron aquí de modo inexplicable e imprevisto, sino que son, simple y sencillamente, nuestros hijos e hijas.

La preocupación panameña sobre el trabajo infantil no es nueva y se manifiesta periódicamente en los medios de comunicación sin que pueda concluirse que la discusión ha avanzado en algún sentido. Algunas veces ha adoptado la forma de reportaje que destaca información cuantitativa de carácter global (por ejemplo, cuando se afirma que cerca de 50 mil niños en las edades entre 10 y 17 años trabajan), y en la que destaca un cierto tono de denuncia social por las consecuencias dañinas que sobre la franja más vulnerable de la población tienen ciertas formas de explotación económica en el agro. Otras veces el trabajo infantil es el nombre que se utiliza para denominar la miseria en la que viven los niños en las calles de la pobreza urbana, y lo que se resalta es que sus padres los "obligan" a trabajar.

Esta vez las opiniones que han saltado, como movidas por un resorte, se originan en una situación un poco diferente. Se trata de los niños "empacadores" en los supermercados, a los que se les ha prohibido "trabajar", negándoseles así el muy necesario medio para ganar el sustento con que apoyan a sus familias, dicen los que se oponen a la medida con la afectación propia de quien enuncia una situación de injusticia social. Para nombrar este gesto he tomado prestado un término utilizado por Emilio García Méndez, en un análisis sobre las resistencias a las políticas de erradicación del trabajo infantil, pues los argumentos de hoy son los mismos de ayer cuando se trata de justificar la posición de que "los hijos de los pobres" deben trabajar.

La retórica de la "piedad" propone que es mejorar ignorar la prescripciones constitucionales y legales que prohiben el trabajo de los menores de 14 años de edad, así como la normativa internacional (el Convenio 138 de la Organización Internacional del Trabajo) que plantea elevar la medida a los quince años de edad.

En vez de reconocer que el trabajo infantil es una de las causas de la pobreza, el subdesarrollo y el atraso de los pueblos, de que las políticas de erradicación de trabajo infantil son un elemento esencial de toda política de desarrollo nacional, y de que la razón de ser de estas prohibiciones tienen que ver con el hecho de que la explotación de los niños es una lamentable realidad hoy en el mundo entero, los que se "apiadan" de los niños se concentran en la situación de un muy pequeño grupo de menores de edad, para lanzar desde allí un injustificado ataque contra las prescripciones constitucionales y legales, así como sobre la normativa internacional sobre el trabajo, que proscribe el trabajo de los menores de edad en ciertas condiciones.

Curiosamente, el "trabajo" que defiende la retórica de la piedad tiene las siguientes características: los chicos no reciben salario, por lo tanto, no tienen derecho a descansos remunerados, ni a vacaciones, ni al décimo tercer mes, ni a seguro social, y no tienen protección laboral, en general, pues de acuerdo a la Constitución y a las leyes, su edad no permite que se configure una relación de trabajo.

Pese a esta total desprotección y explotación en el empleo, que ningún adulto aceptaría para sí mismo, los "buenos sentimientos" de protección impulsan a este grupo a plantear que la puesta en práctica de la prohibición traerá efectos nocivos sobre dichos niños, pues estos tendrán tiempo libre para dedicarse a actividades perversas e ilícitas. Los niños "empacadores", dicen, se convertirán en drogadictos y maleantes.

¿Cuál es el mensaje? "O trabajas, o te abandono a tu (mala) suerte", es lo que cabe concluir. ¿Por qué mejor no nos concentramos, como sociedad, ya que tenemos el respaldo de las autoridades, a lograr que el ciclo de educación básica, que ahora es de nueve años, sea una realidad para todo niño y toda niña que habite en nuestra tierra? No se trata de "ir a la escuela" solamente. Se trata de crecer y desarrollarse a través del aprendizaje, que implica no solo estudio y la preparación de tareas en casa, sino también el deporte, los juegos, las actividades culturales, eso que toda persona sana aspira tener: un rato de ocio.

Estoy seguro que las familias humildes que necesitan los ingresos adicionales que puedan traer sus hijos al hogar, se sentirían bien apoyadas si sus hijos en la franja de los 14 ó 15 a 18 años de edad, obtuvieran un empleo bien remunerado, que podría ser, por ejemplo, el servicio impago que prestan los más "chiquitos", que sólo reciben las "propinas" que se les regala de forma totalmente unilateral y caprichosa. No está de más apuntar que el desempleo en los adolescentes es más severo que entre los mayores de edad.

En conclusión, apoyemos a la familia para que ésta proteja al niño, y abandonemos la falsa idea de que si apoyamos a los niños para que trabajen, esto protegerá a sus familias.
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El Panamá América, Martes 11 de octubre de 2005

Los niños y el Estado

¿CUÁL ES EL papel que debe jugar el Estado en la vida de los niños? Hago esta pregunta en el contexto de una reciente intervención de las autoridades que forzó la salida de los niños menores de 14 años que se desempeñaban como empacadores en ciertos supermercados. Aunque la intervención del gobierno está sin lugar a dudas fundamentada en la Constitución y en las leyes, así como en la normativa internacional sobre el trabajo, algunas voces han criticado la medida y exigido que el Estado les dé una respuesta a los niños y a sus familias, pues ambos han sido, según se alega, perjudicados con la supuesta protección.

Todos los estudios muestran que el llamado "trabajo" de los niños no es trabajo, sino una forma inhumana de explotación, pues no reciben una paga que compense sus esfuerzos adecuadamente, e invariablemente ponen en riesgo la calidad y continuidad de su vida escolar, con lo que peligra su proyecto de vida. También se sabe que lo que aporta el "trabajo" de los niños es una suma muy pequeña, que no alcanza a cubrir sus necesidades ni las de su familia.

Pero más allá de la información que ofrecen los estudios cuantitativos, cabe preguntarse cómo debe comportarse la maquinaria estatal frente a los niños cuando la ley ordena una determinada acción de protección. Esta reflexión no puede hacerse en el vacío del presente continuo en el que todo es como siempre ha sido; antes bien, hay que abordar la cuestión desde la perspectiva de los cambios que se han suscitado en los esquemas legales que configuran los lazos entre los niños y el Estado.

Tradicionalmente, los niños han vivido reducidos al mundo privado de la familia, en el que los individuos son desiguales por naturaleza y la autoridad parental, con o sin razones, prevalece sobre la libertad, pues en la intimidad del hogar el poder se ejerce sin los controles que nos han enseñado la democracia y el Estado de derecho. En estas circunstancias, el maltrato y abuso de niños han sido por la mayor parte de la historia situaciones inexistentes, o poco visibles, para el derecho, pues cada padre y madre se reputaba saber lo que era mejor para sus propios hijos.

Aunque esta situación ha evolucionado favorablemente para los niños al establecerse recientemente el delito de violencia doméstica, fue sobre este modelo de autoridad parental absoluta que se crearon las primeras instituciones del derecho minoril a principios del siglo pasado. Las autoridades así creadas ejercieron funciones públicas con la misma discrecionalidad con que milenariamente los padres y las madres impusieron su voluntad sobre sus hijos dentro de una esfera privada no racionalizada aún por el derecho.

Es por esta razón que la intervención del Estado no estuvo exenta de cometer los mismos, y hasta peores, abusos que los perpetrados a la sombra del hogar. Al aprobarse la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989, la sociedad en la que la protección de los niños es un asunto privado de los progenitores y las autoridades encargadas de la protección de la niñez se comportan a su vez como padres de familia, pasa a formar parte de la prehistoria, y una nueva forma de relación se abre camino entre niños y padres, pero también entre los niños y las autoridades.

El cambio de paradigma que plantea la Convención revaloriza el concepto del Estado democrático de derecho como el conjunto institucional más acorde con el desarrollo de los principios de la doctrina de la protección integral de la infancia, pues no se trata ya de que los servidores del Estado se ocupen directamente del bienestar de los niños. Ahora lo que se exige es que las autoridades garanticen el respeto a sus derechos como personas, derechos que están consagrados en la Constitución y en las leyes y que no dependen por tanto del alma caritativa de algún funcionario que por amor a los niños quiera obrar en su beneficio.

Lamentablemente, sigue siendo parte del acervo cultural del funcionariado la idea de que las autoridades deben obrar "en interés superior del menor", formula indeterminada que es capaz de justificar los peores atropellos a los derechos de la infancia con el argumento erróneo de un falso sentido de protección. Este anacronismo lo llevan algunos funcionarios en la frente, lo encontramos en los fallos de algunos jueces y hasta se desliza hasta en el pizarrón de clase de alguna universidad. He aquí, pues, una cruda manifestación de lo que es el atraso cultural en una sociedad en la que hay una resistencia organizada contra el siglo veintiuno.

Hay algo grotesco en que el Estado se ocupe directamente de la vida de los niños, pues los parámetros de la racionalidad formal que deben guiar a los servidores públicos pueden verse comprometidos cuando unos vagos conceptos sobre el amor comienzan a reemplazar a los mandamientos claros y precisos de la ley moderna. Paradójicamente, este trueque de cariño por ley resulta en una serie de desventajas para los niños, pues cuando el Estado comienza a usurpar el lugar de la familia, algo se ha perdido irremediablemente para la infancia.

La Convención sobre los Derechos del Niño obliga a los Estados que la han ratificado a proteger el derecho irrenunciable de los niños a ser niños, de lo cual se deriva el derecho a gozar del cuidado familiar, entre otras cosas. Quienes primero deben preocuparse por el bienestar de los niños que dejaron de ser empacadores en los supermercados son los padres de esos niños. También podrían tomar interés sus profesores, pues la escuela no debe ser solamente un lugar donde se enseña, sino también un centro articulador de las crecientes experiencias sociales de los chicos y las chicas.

Y, claro, sólo cuando se rompe esta cadena de responsabilidades surge la del Estado, no para ocuparse directamente de la suerte de los niños, sino para restituir el entorno apropiado a su crecimiento y desarrollo, que es, precisamente, su derecho.
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El Panamá América, Martes 18 de octubre de 2005

Ciudadanos menores de edad

PREGUNTE usted a cualquier estudiante de derecho o abogado sobre los requisitos para ser ciudadano, e invariablemente obtendrá la respuesta: "Ser panameño y mayor de edad". Es un error que comete la mayoría de las personas, sean entendidas en la ciencia jurídica o no. Me atrevería a afirmar que se trata de uno de las equivocaciones más arraigadas en nuestra actual cultura jurídica y política.

Este común traspié tiene su origen en una concepción anacrónica y excluyente de la ciudadanía, que centra los atributos de dicho concepto en la capacidad de elegir y ser elegido en procesos electorales. Pero la ciudadanía es más que eso, ser ciudadano consiste en la calidad de ser miembro de un Estado, y es esa condición lo que habilita al individuo a ejercer su derecho a discutir quiénes deben ejercer los cargos públicos de elección.

La ciudadanía fue un legado de las revoluciones liberales del siglo XVIII, pues antes de eso los individuos eran, en el mejor de los casos, súbditos de la Corona y como tales su condición jurídica y política los colocaba por debajo del poder del Estado (el prefijo sub no puede ser más elocuente). En la era democrática todo poder que pretenda ser democrático tiene que reconocerse como el producto de las voluntades ciudadanas y ser ciudadano es apelar al valor de la dignidad humana y la igualdad entre hombres y mujeres, entre empresarios y obreros, entre miembros de la etnia dominante y los de etnias minoritarias.

Aunque ha tomado cierto tiempo en reconocerlo, hoy la cultura democrática se extiende a los niños y niñas, pues desde la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989, los Estados cuentan con una base jurídica que establece que los niños y niñas (definidos como toda persona que no ha cumplido aún los 18 años) son sujetos de derecho. La Convención, como instrumento internacional de derechos humanos y por ser parte de nuestro derecho interno (fue aprobada mediante Ley 15 de 1990), es vinculante para las autoridades y de obligatorio cumplimiento.

¿Quiere eso decir que nuestra Constitución está equivocada? Pues no exactamente. Nuestra Constitución sólo se refiere al momento político de la ciudadanía (derecho a elegir y ser elegido), pero sus normas permiten construir una dimensión social de la ciudadanía, que es aquella que consiste en el cúmulo de derechos que tienen las personas por su calidad de individuos de la especie humana, y de miembros tanto del Estado como de la sociedad.

En ninguna parte la Constitución establece que para ejercer los derechos individuales y sociales se necesita tener 18 años de edad, por lo que puede reputarse que también los menores de edad son titulares de los derechos consagrados en la Constitución. La Convención sobre los Derechos del Niño ayuda a organizar el espacio abierto por la Constitución sobre la ciudadanía social.

Pese al anacronismo de identificar la ciudadanía con su dimensión político electoral, no se puede concluir que la Constitución esté equivocada. En realidad, los que están equivocados son los que no han advertido que nuestra actual carta magna no define la ciudadanía sobre la base de la mayoría de edad. La Constitución dice que son ciudadanos "todos los panameños mayores de dieciocho años" (artículo 131). Es decir, fija un parámetro objetivo -18 años de edad- que no depende del concepto de mayoría de edad, que es un concepto del derecho civil que regula la capacidad de ejercicio de las personas y que está regulado por el Código Civil (artículo 34a).

Claro, en la actualidad ambos conceptos, ciudadanía política y mayoría de edad, coinciden, ¿pero significa esto que puede haber un desfase entre la mayoría de edad y la ciudadanía? En efecto, la edad vigente hoy como requisito de la ciudadanía política proviene de la Constitución de 1972, pues la norma constitucional vigente desde principios de la República fijaba el inicio de la capacidad para ejercer los derechos políticos a los 21 años de edad. En octubre de 1972 se efectuó el cambio del concepto político, mas no así el de la noción de derecho civil que regulaba la capacidad de las personas, ya que el parámetro de la mayoría de edad en ese momento siguió siendo 21 años.

Técnicamente hablando, a partir de ese momento Panamá tuvo una curiosa mezcla en el status jurídico de un grupo de sus nacionales: había ciudadanos (los que ya habían cumplido los 18 años de edad) que eran al mismo tiempo menores de edad (pues no tenían aún los 21 años que exigía el Código Civil).

Este singular fenómeno, que causa perplejidad aún hoy, duró un año. Una nueva mayoría de edad fue establecida mediante Ley 107 de 8 de octubre de 1973, publicada en la Gaceta Oficial el 23 del mismo mes. Aquella norma estableció que "en todas las disposiciones en que se exija como requisito haber cumplido 21 años de edad se entenderá que haya cumplido 18 años." Volvieron a coincidir en ese momento la edad de arribo a la mayoría de edad con la edad de conquista de la ciudadanía política; dicho de otra forma, se requirió una modificación del Código Civil para alinear la capacidad de ejercicio de los derechos civiles con la de los derechos políticos.

¿Podría ocurrir otro desfase? No se lo he oído mencionar a ningún político ni está en el programa de ningún partido (que yo sepa), pero en Nicaragua, de acuerdo a la Constitución de 1987, los derechos políticos se ejercen desde los 16 años. En otros ámbitos, algunos estudiosos han sugerido que la rebaja de la edad de ciudadanía política es una forma plausible de lograr un nuevo equilibrio sociopolítico en sociedades que acumulan un alto porcentaje de su población en la franja de la llamada tercera edad.

Más allá del futuro de la ciudadanía política, lo importante es incorporar a nuestra cultura jurídica y política el concepto de ciudadanía social, pues éste puede ser la manera más organizada de fortalecer el Estado de derecho y al mismo tiempo luchar contra la pobreza. Y en ambos caso incluir a los que no han cumplido aún los 18 años de edad.
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El Panamá América, Martes 15 de noviembre de 2005

El lenguaje de los derechos

Apostar por los procesos que se desenvuelven en el largo plazo puede colocarlo a uno en una posición azarosa en el día a día. La cotidianeidad, ese sentido de lo que no cambia, de lo que siempre ha estado allí y parece que siempre estará allí, sumerge fácilmente a los actores políticos y sociales en la actitud de desconfiar de los procesos de avance institucional que dependen de cambios en la cultura, que nunca se completan en el curso de vida de una generación, sino que necesitan muchas veces de un relevo generacional.

Cuando los actores que deben liderar los movimientos de cambio se esfuerzan en sobrevivir, a toda costa, a coyunturas muy cortas, tienden a desdibujar, involuntariamente, el mapa del progreso hacia la democracia. De esta manera desorientan a sus seguidores y menoscaban la sustentabilidad ciudadana de las grandes transformaciones que deben efectuarse en el ámbito del Estado.

El establecimiento de un régimen democrático de gobierno, mediante torneos electorales limpios, no es el punto final de la democracia. Es tan solo un comienzo, una base esencial de apoyo para lograr una sociedad (más) respetuosa de las libertades y garante de los derechos de las personas. Las supuestas “innovaciones” o reformas institucionales que no conducen a ese fin son, muy probablemente, contrarreformas o sofisticadas operaciones de resistencia del status quo.

Aunque se haya dicho tantas veces, no está de más repetirlo: la pobreza y las desigualdades extremas excluyen a las personas del mercado, del uso de las libertades, del ejercicio de los derechos, de la protección de la ley y de la participación política. Indudablemente, una sociedad en la que un alto porcentaje vive en condiciones de exclusión social no es una sociedad democrática y es improbable que un régimen democrático de gobierno se sostenga mucho tiempo bajo estas condiciones.

La desigualdad da origen al autoritarismo (la autoridad desprovista de buenas razones, dice Emilio), para el que los derechos importan solo cuando se conceden, no cuando se los reclaman. El autoritarismo busca castigar la delincuencia callejera con dureza y hace de estas palabras una bandera, pero es blando con la corrupción, sobre todo con la gran corrupción.

Mientras más se esfuerza un político en hacernos creer que “el verdadero problema de este país” es el chico que roba en la calle, más debemos sospechar que algo turbio se esconde en lo que se presenta como obvio. Hay que dudar sistemáticamente de la buena fe de este tipo de declaraciones, y sobre todo de la pretendida ingenuidad de quienes ofrecen su apoyo con o sin remuneración.

Sea dicho sin ambages, la peor forma de política no es tan mala si se le puede exponer en público como una mala política; por el contrario, el periodismo, una noble vocación, fácilmente, puede trocarse en el más vil de los oficios si tiene por cometido servir de cómplice encubridor de la mala política para que la gente no pueda reconocerla como lo que es.

El autoritarismo odia oír hablar de derechos humanos, de los controles ciudadanos sobre las autoridades, y de la libertad de expresión. La lucha por los derechos, la lucha contra la impunidad, la lucha contra la corrupción, son frases sectarias, consignas de un grupito irrelevante, enemigos declarados de la autoridad, dicen los autoritarios.

Cuando las leyes responden a la cultura autoritaria, el lenguaje de los derechos busca una colina moral (racional) para organizar su posición y otear el camino por el cual puede descender a conquistar procedimientos e instituciones. El lenguaje de los derechos es un componente insoslayable del impulso al desarrollo y la promoción de la democracia y debe tener, por lo tanto, un espacio muy visible en el proceso de cambio institucional. Es la diferencia que existe, por ejemplo, entre las leyes de protección a periodistas (es decir, unas personas muy concretas) y la protección de la libertad de expresión (derecho del que son titulares todas las personas).

Para que los derechos produzcan un cambio en la vida de la sociedad, se necesita que sean exigibles ante establecimientos públicos definidos en la Constitución y en las leyes. Si uno cree que tiene un derecho, pero no hay ningún despacho al que acudir, probablemente solo tiene la idea de un derecho, pero no el derecho mismo.

Para que los derechos motiven los comportamientos individuales y colectivos, y se conviertan así en una dimensión de la realidad de una sociedad, es necesario, además, que haya procedimientos conocidos que los hagan efectivos. El derecho que no está respaldado por procedimientos es como un destino para el que no hay acceso, una fantasía.

En fin de cuentas, el lenguaje de los derechos no es propiedad exclusiva de los que tienen formación en leyes. Es cada vez más parte de una cultura de avance hacia la democracia, independientemente de la parcela de conocimiento que se cultive, o la profesión que se ejerza. Además, hay licenciados en derecho que piensan que los derechos se defienden cuando convienen a los intereses del cliente.

Se ha dicho muchas veces que el atraso es una mentalidad, la que a su vez se expresa en instituciones muy específicas. De la misma forma, el progreso es también una mentalidad, que tiene sus propias reglas del juego. Como las instituciones son juegos del lenguaje y las mentalidades son una forma histórica de lenguaje, la resistencia al cambio no es más que la incapacidad de expresar la brecha que separa lo que somos de lo queremos ser.

Aprender el lenguaje de los derechos nos podría ayudar a superar esa incapacidad.
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El Panamá América, Martes 5 de diciembre de 2006