CUANDO EN 1984 Jürgen Habermas pronunció aquella extraordinaria conferencia en las Cortes Españolas, en la que formuló la idea de que las energías utópicas que habían impulsado la creación y desarrollo del Estado de bienestar se encontraban agotadas, no podía imaginar que una idea tan descabellada sería rebasada una y otra vez por una realidad aún más descabellada.
Tampoco podía haber previsto cómo se activaría una nueva utopía. En esa ocasión, el filósofo alemán pontificó sobre la imposibilidad de desandar los caminos del Estado social y el Estado constitucional de derecho, y su intervención estuvo más bien dirigida a denunciar cierta falta de claridad sobre el significado del progreso y la ilustración en la entonces hora presente de una intelectualidad europea que recién comenzaba a volcarse hacia las más refrescantes playas del posmodernismo, dejando a sus espaldas a una urbe sofocante y aburrida, condenada por su filosofía dominante a envejecer a la sombra de lo ignoto.
Era de rigor manifestar, entonces, que aquella parte de la Humanidad que vive "en el atraso" no tenía por qué buscar una alternativa distinta a los conocidos caminos del desarrollo social, pues los dilemas del mundo europeo eran una especie de indagatoria que tenían que responder sólo los vinculados a ciertos hechos delictivos asociados con la acumulación desmesurada de la riqueza, la ciencia y el poder, con menoscabo de los ideales iluministas a los que una vez estuvieron asociadas las prácticas transformadoras del trabajo y la producción.
No estaba dentro del plan de la Escuela de Frankfurt el que se estudiase la realidad latinoamericana con la lupa que permite ver la contradicción entre meta y método. El Estado social, el europeo obviamente, padecía por las presiones a que lo sometían dos fuerzas, que son históricas y sociales al mismo tiempo, por una parte, el objetivo de lograr una sociedad igualitaria, que es ámbito de autorrealización y de espontaneidad del individuo, por otra, el imperativo de encauzar todo cambio por medio de una legislación racional creadora de instituciones jurídico-administrativas. La conclusión de Habermas es lapidaria: "La generación de nuevas formas vitales es una tarea excesiva para el medio del poder".
No podían haber imaginado ni el orador ni su auditorio que estaban en la víspera de un cambio acelerado en la topografía del poder mundial. Eran los estertores finales del siglo XX, con su estúpido optimismo socialista, soviético o yugoslavo. En América Latina, la seriedad con que se tomaba la guerra fría, impedía hacerse otra pregunta que no fuese ¿Cuba o Washington? No puedo juzgar mal a quienes entonces se decidieron a dar una respuesta que era sinónimo de caer en una trampa, pero debo confesar que no tengo paciencia para los que hoy confunden sus propios quejidos de ratón atrapado en la ratonera, con la sinfonía del espíritu universal.
No se había terminado de demoler el Muro de Berlín cuando se construyó el más bello ideal del nuevo siglo. Todavía volaban por el aire las esquirlas de cemento en la Puerta de Brandeburgo, tras cada golpe de mazo que agitaban los berlineses, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño, el más poderoso instrumento de libertad, el más profundo pacto de igualdad, concebido en la cúspide de la civilizaciones.
1989 no fue sólo el año en que el Muro de Berlín se vino abajo y se firmó la Convención. Es también un año clave en la historia de Panamá. La nación vivía la noche más amarga de la dictadura, el Estado estaba en manos del lado oscuro de la fuerza y sus gentes pagaron muy caro la ceguera de sus dirigentes y sus intelectuales. Siempre he pensado que nos hace daño como nación el que no se haya generalizado, ni oficializado, una vergüenza absoluta por los hechos que desembocaron en la invasión y de la invasión misma.
Poco a poco Panamá ha tratado de subirse al carro de la historia y 1999 es, sin duda, la fecha en que sonó la partida para nosotros, después de una larga, y a veces humillante y dolorosa, calistenia. El problema es que la mayoría de los panameños que toman las decisiones importantes hoy, ya sea en el sector público, o en el sector privado, se sienten más cómodos con la guerra fría que con el mundo abierto de la globalización; los tranquiliza más visualizar en el terrorismo el enemigo común de siempre, al que hay que aplastar a toda costa, que descubrir que se trata de una nueva amenaza para la cual no tenemos un instructivo de emergencia ya probado.
En este país hay gente (educada) que cree que los pobres son pobres porque no trabajan y que quienes se benefician del respeto a los derechos humanos son los delincuentes. Hay juristas que piensan que el garantismo es la filosofía de los cómplices del narcotráfico o de sus tontos útiles. Hay democracia, pero hay aún poca fe en la democracia como método de solución de conflictos. Hay libertades, pero no se apuesta lo suficiente al valor del comportamiento ético y al diálogo.
La ideología democrática es casi una contracultura en el mundo del poder. Cuando no son objeto de caridad y beneficencia, o víctimas del viejo autoritarismo paternalista, los niños siguen estando fuera del mundo público y político. Si descubriéramos que la causa de lo niños convoca a la libertad no menos que a la igualdad, necesita tanto de la democracia como del desarrollo, y coloca a nuestra nación en el centro mundo y al mundo en el centro de la nación, quizás podríamos sumar todas nuestras fuerzas a la construcción de una utopía por los próximos cien años. No lo hagamos pensando en su futuro; hagámoslo porque es lo más valioso que verdaderamente podemos darles en el presente.
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El Panamá América, Martes 5 de julio de 2005