Apostar por los procesos que se desenvuelven en el largo plazo puede colocarlo a uno en una posición azarosa en el día a día. La cotidianeidad, ese sentido de lo que no cambia, de lo que siempre ha estado allí y parece que siempre estará allí, sumerge fácilmente a los actores políticos y sociales en la actitud de desconfiar de los procesos de avance institucional que dependen de cambios en la cultura, que nunca se completan en el curso de vida de una generación, sino que necesitan muchas veces de un relevo generacional.
Cuando los actores que deben liderar los movimientos de cambio se esfuerzan en sobrevivir, a toda costa, a coyunturas muy cortas, tienden a desdibujar, involuntariamente, el mapa del progreso hacia la democracia. De esta manera desorientan a sus seguidores y menoscaban la sustentabilidad ciudadana de las grandes transformaciones que deben efectuarse en el ámbito del Estado.
El establecimiento de un régimen democrático de gobierno, mediante torneos electorales limpios, no es el punto final de la democracia. Es tan solo un comienzo, una base esencial de apoyo para lograr una sociedad (más) respetuosa de las libertades y garante de los derechos de las personas. Las supuestas “innovaciones” o reformas institucionales que no conducen a ese fin son, muy probablemente, contrarreformas o sofisticadas operaciones de resistencia del status quo.
Aunque se haya dicho tantas veces, no está de más repetirlo: la pobreza y las desigualdades extremas excluyen a las personas del mercado, del uso de las libertades, del ejercicio de los derechos, de la protección de la ley y de la participación política. Indudablemente, una sociedad en la que un alto porcentaje vive en condiciones de exclusión social no es una sociedad democrática y es improbable que un régimen democrático de gobierno se sostenga mucho tiempo bajo estas condiciones.
La desigualdad da origen al autoritarismo (la autoridad desprovista de buenas razones, dice Emilio), para el que los derechos importan solo cuando se conceden, no cuando se los reclaman. El autoritarismo busca castigar la delincuencia callejera con dureza y hace de estas palabras una bandera, pero es blando con la corrupción, sobre todo con la gran corrupción.
Mientras más se esfuerza un político en hacernos creer que “el verdadero problema de este país” es el chico que roba en la calle, más debemos sospechar que algo turbio se esconde en lo que se presenta como obvio. Hay que dudar sistemáticamente de la buena fe de este tipo de declaraciones, y sobre todo de la pretendida ingenuidad de quienes ofrecen su apoyo con o sin remuneración.
Sea dicho sin ambages, la peor forma de política no es tan mala si se le puede exponer en público como una mala política; por el contrario, el periodismo, una noble vocación, fácilmente, puede trocarse en el más vil de los oficios si tiene por cometido servir de cómplice encubridor de la mala política para que la gente no pueda reconocerla como lo que es.
El autoritarismo odia oír hablar de derechos humanos, de los controles ciudadanos sobre las autoridades, y de la libertad de expresión. La lucha por los derechos, la lucha contra la impunidad, la lucha contra la corrupción, son frases sectarias, consignas de un grupito irrelevante, enemigos declarados de la autoridad, dicen los autoritarios.
Cuando las leyes responden a la cultura autoritaria, el lenguaje de los derechos busca una colina moral (racional) para organizar su posición y otear el camino por el cual puede descender a conquistar procedimientos e instituciones. El lenguaje de los derechos es un componente insoslayable del impulso al desarrollo y la promoción de la democracia y debe tener, por lo tanto, un espacio muy visible en el proceso de cambio institucional. Es la diferencia que existe, por ejemplo, entre las leyes de protección a periodistas (es decir, unas personas muy concretas) y la protección de la libertad de expresión (derecho del que son titulares todas las personas).
Para que los derechos produzcan un cambio en la vida de la sociedad, se necesita que sean exigibles ante establecimientos públicos definidos en la Constitución y en las leyes. Si uno cree que tiene un derecho, pero no hay ningún despacho al que acudir, probablemente solo tiene la idea de un derecho, pero no el derecho mismo.
Para que los derechos motiven los comportamientos individuales y colectivos, y se conviertan así en una dimensión de la realidad de una sociedad, es necesario, además, que haya procedimientos conocidos que los hagan efectivos. El derecho que no está respaldado por procedimientos es como un destino para el que no hay acceso, una fantasía.
En fin de cuentas, el lenguaje de los derechos no es propiedad exclusiva de los que tienen formación en leyes. Es cada vez más parte de una cultura de avance hacia la democracia, independientemente de la parcela de conocimiento que se cultive, o la profesión que se ejerza. Además, hay licenciados en derecho que piensan que los derechos se defienden cuando convienen a los intereses del cliente.
Se ha dicho muchas veces que el atraso es una mentalidad, la que a su vez se expresa en instituciones muy específicas. De la misma forma, el progreso es también una mentalidad, que tiene sus propias reglas del juego. Como las instituciones son juegos del lenguaje y las mentalidades son una forma histórica de lenguaje, la resistencia al cambio no es más que la incapacidad de expresar la brecha que separa lo que somos de lo queremos ser.
Aprender el lenguaje de los derechos nos podría ayudar a superar esa incapacidad.
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El Panamá América, Martes 5 de diciembre de 2006